Es emocionante empuñar por primera vez una maquina de tatuar, montarle la aguja, conectarla a la fuente de alimentación, pisar el pedal y que suene el martilleo metálico nunca antes escuchado en directo. Un zumbido estridente que, para quien ya ha sucumbido a la tinta, resulta cual canto de sirena, atrayente a la vez que estremecedor.